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Presentación: Podríamos considerar que la arquitectura no es sino una consecuencia del paisaje. Desde siempre, la obra del hombre se ha mantenido cercana al terreno próximo, a las circunstancias envolventes que hacen de la vida una unidad en la que clima, paisaje, recursos naturales y raza forman un conjunto único e irrepetible, adaptado por completo a cada lugar.
Sin duda el arquitecto Francisco Íniguez llegó a percibir como pocos en su tiempo esa fuerza indescriptible que aproxima arquitectura y paisaje. Su propia vida transcurrió con la naturalidad de quien conoce la esencia de las cosas y soslaya lo superfluo; una naturalidad elegante, sin esfuerzo perceptible, hasta el punto de que pudiera pensarse que también él formaba parte del paisaje natural de la arquitectura de siempre.
Por eso nos complace tanto iniciar la conmemoración del primer centenario de su nacimiento con la reedición de este libro. Para quienes entendieron y entienden la arquitectura como uno de los argumentos esenciales del hombre, Íñiguez representa una referencia indiscutible. El trabajo de toda su vida consistió precisamente en eso, en situarse en el lugar de la arquitectura y del paisaje, en la piel de cada una de las geografías de las arquitecturas en las que intervino. Conocer sus ritmos, encontrar sus motivos ocultos es, sobre todo, la manera más virtuosa de convertir la historia en experiencia: como debe ser: hacer de la historia de la arquitectura un medio para saber interpretar, no un fin que se nutre de los hallazgos.
Seguramente ésa fue la síntesis de la enseñanza que Íñiguez transmitió a lo largo de su vida; y, en consecuencia, este libro es una esmerada muestra de su magisterio. En él se reúnen textos que rebosan experiencia, hábito de conocer, junto a esos irrepetibles dibujos suyos que hacen del lápiz un instrumento dúctil capaz de acariciar cada arquitectura, cada paisaje. Nuestra edición comienza con el texto preliminar preparado por su hijo, el arquitecto José Antonio Íñiguez, como recuerdo íntimo del talante de su padre y muestra de uno de los rasgos menos conocidos de Francisco Íñiguez, sus dibujos de figura, dibujos en los que la arquitectura no aparece, velada por la expresión de la vida.